martes, 24 de abril de 2012

Escribía en el bus de vuelta a casa, un viernes por la noche, o un sábado por la mañana, después de un concierto y unas copas de más, perdiendo la noción del tiempo y del espacio, al igual que las de ortografía y los recuerdos, diluidos todavía en licor 43 hasta que el sol del mediodía tuviese a bien llevarle de vuelta a la cama vacía y las horas de aquel día que nunca iban a volver.

Cosas que nunca quisimos

Y sin querer se había convertido en lo que nunca quiso: en la niña que sostenía un cubata de ron con coca-cola en una mano y el cigarro en la otra, esperando a que alguien viniese a cogerle de la cintura apoyada en la pared de algún bar donde nadie nunca la encontraría.

lunes, 16 de abril de 2012

Lo raro es cuando te das cuenta de que tienes dos vidas.

Tres, cuatro meses al año, vuelves a casa y todo el mundo, incluido tú, hace con que nada ha cambiado, que los otros ocho o nueve meses que no estás allí son un soplo y tan sólo han sido un par de días los que has faltado a tus obligaciones sociales, como si fuese una gripe que se quedó en intento. La misma gente habla de las mismas cosas en los mismos sitios, vuelves a caer una y otra vez en la misma piedra que la misma persona puso en el lugar exacto en el que caíste hace no tanto, tal vez ni tan sólo hace un par de semanas. Y otra vez la misma sensación de abandono que llega cuando acaban las cuatro horas en tren que llevan a la misma estación vacía de siempre.

El resto del año, los ocho o nueve meses que se empeñan en ser sólo tiempo nimio, nada importa. Una llama diaria para ver cómo estás que se prolonga en una larga y repetitiva conversación que dura una hora. A cambio, 23 horas de desconexión. Aquí nada es lo mismo, a excepción de ese punto de referencia que te rescata de vez en cuando en alguna calle perdida que buscas, aunque sea en vano, para aferrarte a una especie de rutina y sentirte como en casa, como si de verdad el resto fuese una gripe que todavía estás incubando. Pero es distinto, porque aquí nadie te conoce. Nadie sabes de dónde vienes ni a dónde pretendes ir, ni por qué. Tampoco tienes que dar explicaciones. No tienes la necesidad de cambiar de acera cuando te encuentras con quien no quieres, porque no le vas a encontrar mirando un escaparate perdido de una calle de Malasaña o haciendo la compra en el súper de tu barrio. Puedes empezar de cero y nadie te va a recriminar nada.

Lo malo es cuando un día te despiertas y no sabes dónde estás. Lo malo es que las dos se entremezclen. Lo irreverente es cuando no sabes cuál de las dos prefieres. Para bien o para mal.